martes, 10 de noviembre de 2009

De los parientes de Micky Mouse (Registro histórico)



En este país, desde tiempos inmemoriales, hay ratas de todas las pelambres. Las hay, como criadas en laboratorio, de blanco pelaje y hociquitos rosaditos, cebadas a punta del erario público. Hay otras más pequeñas, grisecitas y ariscas como mascota de vagabundo, que medran entre las oficinas públicas y se reproducen escandalosamente en época de elecciones. Y hay unas enormes, negras, ojisaltadas y dentonas,como adiestradas para pelear con gatos, especializadas en mutilar a los opositores del gobierno y en devorar las tierras y las propiedades de los campesinos desprotegidos. Pero, independientemente de su forma, tamaño y color, todas tienen en común, además del monstruoso tamaño de sus rabos, el gusto por deslizarse por entre las alcantarillas de la Plaza de Bolívar hasta llegar a las cloacas del Congreso Nacional. La generosidad burocrática y el proteccionismo gubernamental, que ve con buenos ojos la constante y abnegada labor de limpieza social desempeñada por estos servidores de la patria, estimularon su proliferación, hasta el punto de perder el control sobre la tasa de crecimiento de la roedora población, que acabó perdiendo todo sentido de prudencia o instinto de cautela. Llegó un momento en que se hizo corriente verlas aparecer en las páginas sociales, en los estrados judiciales y en las pantallas de los televisores. Ya nadie se atrevía a arrodillarse en los confesionarios de la Catedral Primada, a caminar por los pasillos del Congreso o a sentarse en los inodoros del Palacio de Justicia, porque en cualquier momento podría vislumbrar un ominoso bigote o unos ojillos saltones acechándolo desde un rincón oscuro.
Pero la situación más terrible se presentaba por los alrededores de la Corte Suprema... La cosa se puso tan peluda, que se hizo necesario tomar medidas extremas. Fue entonces cuando al Cónsul de Disneyworld se le ocurrió sugerirle al Señor Presidente de la República que, para matizar los efectos y prevenir eventuales manifestaciones de descontento rateril, ejecutara una operación relámpago de erradicación de micos, lagartos, cucarachas, palomas, ratas y demás alimañas que contribuían a la descomposición de la imagen pública del aparato de gobierno. Pero la Sociedad Protectora de los Derechos  de los Bichos Oficiales logró la institucionalización de los micos en los documentos del gobierno, hizo construir un pasadizo subterráneo para la legalización de lagartos y constituyó una oficina de prensa para cambiar la imagen pública de las cucarachas. De las palomas se ocupó la iglesia, que cercó sus campanarios con alambre de púas e implementó su estrategia con maíz envenenado. Sólo quedaron las ratas, que por agresivas, prolíficas y versátiles requerían medidas más drásticas.
Todas esas fueron las razones por las cuales, a eso de las nueve y cuarto de la mañana, se estacionó  frente al Palacio de Justicia una volqueta de Obras Públicas, de la que descendió una cuadrilla de obreros con taladros, varillas y equipos de fumigación.  Rápidamente quitaron  la tapa de la alcantarilla que estaba ubicada frente a la puerta principal del Palacio y se sentaron en el andén a tomarse unas agrias y a esperar órdenes superiores. Al rato comenzó a llegar una nube variopinta de periodistas que se atropellaban entre sí mientras instalaban cámaras fotográficas, equipos de filmación y micrófonos parabólicos. Como a las diez y veinte llegaron los militares en sus trajes de fatiga, con sus tanques, sus bazucas y sus artefactos pirotécnicos. Acordonaron el perímetro y trataron de alejar a los mirones a punta de insultos  y culatazos. En su jerigonza, un capitán de infantería le explicó a un periodista que el operativo dirigido contra los bichos del Palacio  tenía como finalidad defender la democracia, maestro.
Ya fuera la algarabía de los mirones, la intensidad lumínica de los reflectores, el ajetreo de los militares… o, simplemente, el presentimiento del holocausto, lo cierto es que ese día algo ahuyentó de aquel lugar toda forma de vida medianamente inteligente. El temor al fracaso cundió entre tropas y políticos. Entonces, a un asesor militar se le ocurrió atraer los bichos con un olor irresistible a comida fresca. Mandó poner en la carpa de los obreros unas cargas generosas de pan calientico, distintas variedades de queso, jamón serrano, perniles de pavo recién horneados y medallones de cerdo en salsa de ciruelas. En tres kilómetros a la redonda el aire se llenó de aromas familiares, que nos traían evocaciones de tiempos infantiles y nos llenaban la boca de saliva. Todo parecía estar bajo control, hasta el fatal momento en que un indigente logró abalanzarse sobre una pechuga soportando la lluvia de golpes, la andanada de corrientazos y los empellones de los periodistas. Eso fue como si la multitud se hubiera puesto de acuerdo en que cómo así que vamos a dejar que las ratas coman mejor que nosotros. Se mandaron todos en una avalancha imposible de contener. Ante el ímpetu de la acometida y sin espacio para maniobrar, quedaron inutilizados los cañones, los tanques y las furgonetas. Los periodistas, obedientes al severo código del manual de estilo, que les prohibía filmar a la plebe en manifestaciones públicas, abandonaron sus equipos y se mandaron a la lucha por algún trozo del ágape, algunos escoltas con su parafernalia cayeron de culos a la alcantarilla rebosante de mierda oficial, y los asesores extranjeros corrían despavoridos gritando que eso les pasaba por querer ayudar a esa mano de muertos de hambre de un país desteeleceado.
Finalmente, desde algún lugar de la hecatombe, un energúmeno militar chiquito, gordo y de bigote, tomó un walkie-talkie y les ordenó a los francotiradores disparar indiscriminadamente sobre la multitud que arrasaba con las viandas destinadas a restablecer los acuerdos de paz entre los actores armados de aquel apasionado país. Al día siguiente, el presidente de la república, que llevaba tres días escondido, apareció en la televisión con el rostro compungido, diciendo que la acción que los militares habían ejecutado sobre la turba enloquecida había sido un sacrificio necesario para mantener el orden y la cordura de la patria. Que él asumía toda la responsabilidad política.

Pero el juicio se lo tendrían que hacer las ratas, y éstas estaban muy ocupadas en trastear todos sus males a unas nuevas madrigueras.