viernes, 19 de marzo de 2010

Cuando la rebeldía y la dignidad nos quedan grandes...

Dejémonos de pendejadas, las sociedades humanas se dividen en dos partes desiguales: la de los que mangonean y la de los que "padecen con paciencia las adversidades y flaquezas de nuestro prójimo en este valle de lágrimas" (Gabo habría dicho que entre los que cagan y los que comen mierda [no estamos muy lejos de ello -algunas de estas imágenes son del último grito en la moda de los restaurantes chinos-]). Toda la historiografía de nuestra permanencia en este planeta ha sido tejida en la rueca de la selección anecdótica de unos acontecimientos míticos en los que se legitima el empoderamiento de una casta de "superhumanos bendecidos por los dioses" sobre una gleba de perdedores, siervos, esclavos y masas sin atributos. Los hilos del bordado no han sido muy variados, ni la urdimbre ha requerido mayores destrezas. Sólo han bastado la represión violenta disfrazada de Civilización y el adoctrinamiento camuflado en la Evangelización de religiones apócrifas para  someter y explotar a individuos, etnias, comunidades, pueblos y naciones. 
Detrás de los conceptos de Civilización y Barbarie subyace el más determinante de los rasgos de la "naturaleza humana" (el castigo de Sisifo): la sed insaciable de control y dominio, el hambre insatisfecha de riquezas. Una "pulsión" de poder que no agota su latido en la patada al perro, la zurra a la compañera, el desafío al vecino, el escamoteo al dormido, la humillación al subordinado o el insulto al adversario, sino que se legaliza en la institucionalización de sus métodos mediante el proceso enajenador de una "educación" emuladora que solapa la agresividad de las reacciones viscerales bajo la fórmula incomunicante de los "buenos modales", la "diplomacia", el "don de gentes", la "decencia" y todo el retretado de mierda con que los vasallos aspirantes a ser distinguidos como "gente de bien" contaminan a diario nuestro lebensraum e intoxican el área de la convivencia social. Acabaron creando un nuevo lenguaje con palabritas andróginas, cuyo valor connotativo absorve al  denotativo y somatiza su intención comunicante en un carcinoma que corroe la mirada, tapona los ventrículos, constriñe los esfínteres y esteriliza los genitales. Así, tenemos que compartir a diario con unos maniquís "bien puestos" que nos churretean la porquería de su existencia con  la mirada perruna del que tiene miedo, el murmullo lastimero del que aprendió a sobrevivir y la alambicada eufemística de los "bien hablados". No me jodan, estoy mamado de la mediocridad autodefensiva de lo "politicamente correcto", que  sofistica su incapacidad de compromiso en un hipócrita "me-muero-de-la-pena", que consagra las limitaciones displacenteras del sexo en una única eterna posición, que determina la edad de la mujer que se puede amar, que soterra el potencial liberador de un sonoro madrazo en un miserable "con-todo-respeto"... ¡Hijueputa! Por el derecho a nuestra salud mental, aprendamos a llamar a las cosas por su nombre.  Reivindiquemos el valor de uso de las palabras y, sobre todo,  atrevámonos a decirles ¡NO! cuando no se nos da la gana y hagámosles sentir que sabemos hacernos respetar. Hombre, que por lo menos, si nos van a seguir cagando, no salpiquen más las paredes.