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lunes, 14 de marzo de 2011

Una coz con un dolor mucho más profundo que el de una ofensa personal

Por adelantado, mis excusas por el exceso de carga personal y subjetiva de esta entrada. Traté de eludirla y la postergué hasta cuando me fue posible; pero, finalmente, claudiqué. Les ruego a los posibles lectores un  toque de comprensión: juro solemnemente que no lo volveré a hacer.
Cuando mi padre, un español de Valencia, era un "chavalillo", encontró en el piso de la cava de la casa paterna un polluelo pelón y extraño que parecía tocado por la parca. Su madre le dijo que era un pichón de lechuza al que tal vez la madre lechuza o un hermano lechucito habían sacado del nido; le armó una caja  tibia y oscura y le proveyó de los trozos diarios de jamón y  carne cruda, que mi padre la aplicaba con un rigor monacal durante constantes e interminables sesiones diarias (el animalejo parecía no tener fondo). Quizás fuese la causa para haber sido lanzado del nido, o quizás fuese la  consecuencia del desafortunado aterrizaje, lo cierto es que el avecilla resultó con la garra derecha atrofiada; pero ello no impidió su veloz crecimiento ni limitó su capacidad de vuelo... Un atardecer de finales de enero, la gatuna ave agitó sus alas y remontó el horizonte crepuscular y frío... El vacío que sintió mi padre no fue menos intenso que la conmoción con que lo sacudió la mirada silenciosa de un par de lámparas redondas que le hablaban desde el alfeizar de la ventana de su habitación algunos meses después. Ahora convertida en un magnífico ejemplar saludable, libre y manso, fue considerada desde entonces un miembro de la familia. Sin saber si era macho o hembra, mi abuelo le puso el nombre de Alba. Años después, cuando mi padre viajó a París a estudiar medicina, Alba cayó en depresión, perdió sus plumas y una mala mañana mi abuela la encontró muerta a los pies de la cama de mi padre.
Para danzar al ritmo de las finas notas de la íntima Melodía tocada por el destino, sólo hay que tener memoria: Ya en París, a comienzos de los ochenta, a dos años de graduarse de galeno, mi padre tropezó en la Rue de Vaugirard con una colombianita flaca y pálida que estudiaba musicología... El amarillo de su cabello, el blanco de su tez, la oscuridad de sus pupilas y la parsimonia de su mirada le revivieron la impronta de Alba y lo ataron a su destino con unos lazos que cada vez se ven más sólidos. Ni qué decir que desde aquel entonces Isabel, mi madre, tuvo que resignarse a un nuevo nombre familiar con el que ya la saludan hasta sus amistades.
Como los tahures, yo nací en Montecarlo durante el periodo de internado de mi padre, y, como Grenouille, el personaje de El Perfume (clic aquí para bajar el pdf), ví la luz primera en un puerto (Una bodega en La Condamine, que mis padres adecuaron al estilo loft, "bohemio" y chicanero). El aroma a salitre y el rumor del oleaje que nutrieron  mis primeros cuatro años sensibilizaron mis fosas nasales para el oxígeno de las montañas caldenses y mi oido para el canto de sus arroyos con el estribillo del viento andino y el coro desordenado de nubes enteras de pájaros multicolores. En un pueblito del norte del departamento de Caldas, entre las burlas de los niños que me hacían hablar "paggga gozagseee mi azzcentooo" y la generosidad natural de los caldenses en general (general, generoso -como para un calambur) cursé sin darme cuenta la primaria y el bachillerato, hasta una madrugada de un enero en que tuve que tomar la primera de las pocas decisiones trascendentales de mi vida: Abandonar el pueblo con novia, amigos y Alba (¡!) para volver por mis orígenes a cursar "estudios superiores". Ah, la Alba que dejaba NO era mi madre...
Tenía yo ocho años cuando, de regreso de la escuela, encontré un corrillo de muchachos que practicaban puntería con una lechuza amarrada a un tronco. Alcancé a recibir algunas pedradas y un par de débiles picotazos, pero logré desatarla y llevármela para mi casa (por esa suerte extraña que siempre me ha acompañado, algunos de los niños me ayudaron y acabaron estableciendo conmigo una amistad cuyos vestigios aún perduran). Mi llegada a la casa con un ave moribunda desencadenó en mis padres un tsunami de recuerdos, nostalgias y sentimientos adormilados que (a decir de mi tío aprendiz de brujo) constituyeron mi bautizo iniciático en una cofradía que algún día se me hará manifiesta. Fue esa la primera vez que vi llorar a mi padre como dicen en Bogotá, "a moco tendido". Mi madre, también con los ojos anegados, me apretó contra su pecho y guardó un silencio denso tan sólo interrumpido por unos suspiros tan hondos que más parecían venir del centro de la tierra que ser exhalados por mortal alguno. Transcurrida una eternidad, mi padre se sobrepuso del impacto emocional y, dueño al fín de sus decisiones, tomó la lechuza, le entablilló la garra derecha, le suministró sueros y le preparó una caja tibia y oscura. Luego me sentó en sus piernas y entre él y mi madre me contaron la historia que relaté en la primera parte. Varios días después, mi padre me permitió ver a la lechuza que, aunque tendida en la caja, ya levantaba y rotaba la cabeza para arrebatarme las tiritas de carne que mi madre preparaba para que yo se las diese. Casi pierdo ese año escolar por estar pendiente del pajarraco; pero la recompensa fue inefable cuando, una mañana en que me disponía a salir para la escuela, la visité para darle su ración y la encontré fuera de la caja, asentada en el espaldar de un taburete, extendiendo suavemente sus enormes alas. Cuando volví a la casa a las cuatro de la tarde, la ingrata se había ido. ¡Como en una iluninación, comprendí por la vía visceral la sensación de vacío de mi padre cuando chico! y ¡Como en un Déjà vu! descifré los sentidos del silencio cuando, un par de meses después, hacia las once de la noche, la vi entrar por mi ventana  planeando sigilosa y posarse suavemente en la saliente del ropero. Desde entonces iba y venía y nos acostumbramos, yo al abismo de sus ojos oscuros que parecían bailar break dance en el corazón de su cabeza con un ulular grave y trémulo y ella a mis impertinencias de niño que se empeñaba en ofrecerle trozos de carne cocida (que nunca me recibió). Por supuesto, ya habrán adivinado quiénes la bautizaron y qué nombre le pusieron. Si la experiencia de mi padre con la primera Alba le marcó el derroteró de su profesión (el cuidado de los enfermos), la segunda me signó con la predisposición a la percepción anticipatoria de los más sutiles e imperceptibles detalles (la simbiosis Dorian-Alba fue tan notable que mis compañeros de grado 11 me apodaron Harry porque les parecía bastante notable la coincidencia entre mi caso y el de una novela inglesa de relatos juveniles recién editada: Harry Potter y la piedra filosofal).
Quizás haya sido por la inconsciente ingratitud de la adolescencia o por esa hambre de mundo que lo hace a uno olvidarse de los seres más queridos, lo cierto es que invertí los intervalos vacacionales de los dos primeros años universitarios en tratar de recorrer el mundo sintiéndome siempre acompañado de mis padres a través del Skype, pero olvidado de Alba que seguía muy juiciosa frecuentando mi ropero. Cuando, por fín al tercer año me digné visitarlos fue para salirles con el capricho estúpido de que se vinieran a vivir a Bogotá para escapar de la violencia paramilitar que ya preconizaba los ocho años del salgareño. Así lo hicieron seis meses después... Quienes compraron la casa corrieron a Alba a escobazos, cambiaron el bahareque por ladrillo y el tejado por una plancha de concreto. En 2003 volví al pueblo con la necesidad de ver a Alba (bajo el pretexto laboral de hacer un documental para la BBC sobre el desplazamiento rural por conflictos sociales).  El miedo en el pueblo  era un ambiente denso; el silencio se pegaba en la piel, los viejos esquivaban la mirada y una piara de tipos vestidos de camuflado acechaba desde las esquinas y las bancas de la plaza.  Dos horas después de mi llegada al pueblo fui conducido por un par de paracos ante su comandante, quien me rompió la cámara y me dio cuatro horas de plazo para que abandonara el pueblo. Con voz casi inaudible y con mirada de pájaro cuando bebe agua, el dependiente de la empresa de transporte me dijo que esos tipos habían  acribillado a Alba a tiros de metralleta. Desde entonces me acompaña el recuerdo persistente de su imagen  imponente y silenciosa, al punto de haber usado como mi emblema personal una de las fotografías que le tomé en 1997 que es la que se puede apreciar en el avatar y en los favicons de esta página (y que he visto reproducida en otros sitios sin mi crédito).
Es por todo lo anterior que me impactaron tan profunda y personalmente las imágenes del futbolista pateando una lechuza en el estadio de Barranquilla.
 
 No quiero hacer  ningún tipo de juicio al respecto; pero sentía que necesitaba desahogar mi tristeza y rendirle mi tardío e inútil homenaje  a una de las especies animales más bellas, inteligentes y amorosas con las que muy pocos humanos hemos tenido el privilegio de compartir un breve trayecto de esta lenta agonía.
PD. Algún dia mi abuelo paterno me explicó la razón del nombre de Alba: Tyto alba es el "nombre científico" de las lechuzas de campanario.