jueves, 9 de septiembre de 2010

Una discusión de sordos, moderada por tataretos

«Excomulgamos, maldecimos y separamos a Baruch de Espinosa, con el consentimiento de Dios bendito y con el de toda esta comunidad; delante de estos libros de la Ley, que contienen trescientos trece preceptos; la excomunión que Josué lanzó sobre Jericó, la maldición que Elias profirió contra los niños y todas las maldiciones escritas en el libro de la Ley; que sea maldito de día, y maldito de noche; maldito cuando se acueste y cuando se levante; maldito cuando salga y cuando entre; que Dios no lo perdone; que su cólera y su furor se inflamen contra este hombre y traigan sobre él todas las maldiciones escritas en el libro de la Ley; que Dios borre su nombre del cielo y lo separe de todas las tribus de Israel, etc.» 
Hasta hace un puñado de milenios, los dioses habitaban entre los humanos. Les enseñaban algunos trucos, los protegían en las trifulcas y hasta se daban el lujo de escoger para su goce a una que otra mortal que aplacase su líbido. Pero a los humanos, que no han sido propiamente un dechado de modestia, se les ocurrió la serpentínea idea de darle un mordisco al fruto prohibido del CONOCIMIENTO. ¡Y ahí fue Troya! Si aquellas criaturillas insignificantes y precarias tenían la osadía de intentar igualárseles, no valía la pena habitar cerca de ellos. Empacaron sus bártulos y se devolvieron a la región del Olvido. Poco a poco el recuerdo de su presencia se fue desvaneciendo hasta convertirse en evocación, en relato mítico... en ÓNOMA. Pero, ¡otra vez los humanos!, encontraron la manera de encarnar ese ónoma: ¡Convertir en Verbo al Nombre y darle Carne al Verbo! Desafortunadamente, el viejo mordisco al Conocimiento había sido un intento inacabado; así que en la manducación hubo quienes se quedaron con el sabor y quienes tragaron sin masticar. Los primeros fueron institucionalizados como una clase de hombres y mujeres a los que les fue confiada la Guarda del Misterio mientras el Devenir hacía su trabajo. Los segundos, los que habían tragado apresuradamente, se dedicaron a rumiar su bolo alimenticio y a esa acción la llamaron Ciencia. Tratar de juntar los jugos digestivos de los primeros y los segundos ha sido la causa de una Babel epistémica que marca de manera decisoria el SENTIDO de la existencia humana a partir de las respuestas posibles a la pregunta sobre LA CAUSA PRIMERA. A pesar de los esfuerzos de la filosofía (ese loco encantamiento que permite a sus favorecidos el don de mirar las cosas desde su más allá) por hacer caber los vacíos de la Fe y los interrogantes de la Razón entre los planos insondables de la geometría divina, los catetos argumentales de Descartes  y los cosenos visionarios de Spinoza  se fugaron por la tangente de un mundo pragmático y hambriento de poder que ha elegido signar el destino de las naciones a golpes de sangre y cruz, terror y muerte (si todavía hay imbéciles desaforados que quieren quemar Libros Sagrados para avivar odios sectarios). 
Para no seguir extendiéndome en una retahíla que puede resultar tentadoramente desafiante, quiero expresar mi gozo por la calidad de los argumentos confrontados en el debate científico-religioso que han motivado las declaraciones del  físico inglés Stephen Hawking en El magnífico diseño, su libro más reciente escrito al alimón con el físico estadounidense Leonard Mlodinow. Contradiciendo lo expresado en su libro Breve historia del tiempo (1988)  acerca de que la idea de un creador divino no era incompatible con el entendimiento científico del cosmos ("Si pudiéramos descubrir una teoría completa, sería el máximo triunfo de la razón humana, porque entonces conoceríamos la mente de Dios") e, incluso, contraviniendo la creencia newtoniana de que el Universo no pudo haber surgido del caos y, por tanto, debió haber sido diseñado por Dios, Hawking sostiene que las nuevas teorías dejan en claro que el fenómeno conocido como el Big Bang (la explosión que dio origen al Universo) fue una consecuencia inevitable de las leyes de la física. "No es necesario invocar a Dios para encender la mecha y darle inicio al Universo",  “la moderna ciencia no tiene espacios para explicar la existencia de un Dios creador del universo”. ¡Ahhh...! Lo que hubiesen dado Copérnico o Galileo por estas libertadillas. Pero, lo interesante de esto es el talante de las respuestas, no tanto por la obviedad de lo que expresan, sino por venir de quienes uno menos podría esperar, veamos: Para Rowan Williams, arzobispo anglicano de Canterbury, la Física por sí sola no resolverá la cuestión de por qué existe algo en lugar de nada: “Creer en Dios no consiste en explicar cómo unas cosas se relacionan con otras en el universo, sino que es la creencia de que hay un agente inteligente y vivo de cuya actividad depende en última instancia todo lo que existe”. Igualmente, en un artículo publicado en The Times el rabino jefe Jonathan Sacks aclara que religión y  ciencia son dos empresas intelectuales distintas, incluso ocupan diferentes hemisferios del cerebro; la primera trata de interpretar y la segunda de explicar: “la ciencia desarticula las cosas para ver cómo funcionan, mientras la religión las junta para ver qué significan". Del lado de la ciencia terció el biólogo Richard Dawkins, autor del libro El espejismo de Dios: “El darwinismo expulsó a Dios de la biología, pero en la física persistió la incertidumbre. Ahora, sin embargo, Hawking le ha asestado el golpe de gracia”. 
En algo hemos evolucionado. Ya, por lo menos, resultaría un poco exótica la rabiosa enunciación del Herem para expulsar a Spinoza de la sinagoga.... Ay, mi querido Nietzsche, han transcurrido 128 años desde cuando dijiste “!También los dioses se descomponen! ¡Dios ha muerto y nosotros somos quienes lo hemos matado!” y sólo ahora un físico diletante extiende el certíficado de defunción. ¿Cuánto habrá que esperar para que los humanos nos liberemos de las dependencias metafísicas y asumamos con dignidad la responsabilidad de nuestros actos asertivos o erráticos?.