miércoles, 26 de mayo de 2010

No hay por quien

En medio de tanta respuesta "politicamente correcta", tanta encuestitis estratégica y tanta obviedad en los análisis, por fin aparece un comentario desde una perspectiva refrescante y enriquecedora, que, por lo menos, exige un mínimo de capacidad lectora y un toque de autoanálisis. No es lo mejor que le he leído a esta periodista (de hecho, ella misma insinúa el reconocimiento de sus falencias), pero sí es de lo más novedoso y propositivo que se ha publicado en Colombia sobre el análisis del comportamiento social ante la pantomima electorera. Por supuesto que, para quienes conocen algunos textos de crítica psicoanalítica o de la Escuela de Fráncfort, el texto puede parecerles algo "trasnochado", pero, para este aciago momento de la inteligencia colombiana, no me negarán el derecho a maravillarse. Una vez más, como ya lo he hecho otras muchas, copio de El Espectador, el único diario colombiano que se permite el lujo de tener un selecto cartel de intelectuales columnistas. De Carolina Sanín, recomiendo todos sus escritos. Consulténlos y sabrán por qué.

Los pretendientes

Por: Carolina Sanín

A veces me intriga que en Colombia la publicidad política negativa no se meta con la vida sexual de los aspirantes a presidente, a diferencia de lo que sucede entre los estadounidenses Me pregunto si nuestro desinterés indica que nuestro catolicismo es menos hipócrita que el puritanismo del norte, o si indica lo contrario, y si en nuestro recato influye el hecho de que diariamente vivamos escándalos más vitales que la vida privada, patrimonio del Primer Mundo. Por un lado, supongo que los candidatos se protegen unos a otros porque todos tienen “rabo de paja” —excusando la turbiedad de esa expresión cuando es sexual su referente— y por otro, me parece que lo que nos disuade de escudriñar la libido de nuestros aspirantes atañe a la manera como manejamos nuestros celos. Allí donde los electores estadounidenses asumen con vigilancia su posición de cortejados, nosotros la asumimos con la vista gorda. Para asegurar la exclusividad de la espléndida cópula democrática con nuestro candidato —de esa esperada noche de los escrutinios electorales— no cuidamos la castidad del pretendiente, sino que optamos por presumirla: por ver al novio como alguien que no desea nada distinto de nuestros votos. Pero no es de esta teoría —que ve cualquier voto como un voto matrimonial e interpreta la campaña presidencial como el cortejo entre unos pretendientes individuales y masculinos, o masculinizados, y una masa política amorfa y feminizada— que quisiera hablar (pues está pobremente formulada y no me la creo del todo), sino de cómo cada cuatro años, durante la campaña presidencial, los nacionales nos unimos para comerciar en grande con el deseo. El candidato a presidente está determinado por la aspiración desvergonzada de prevalecer sobre sus iguales. Si este deseo es satisfecho, entonces su nombre se inscribe en una especie de lista genealógica que sirve como índice de la historia nacional. Para ello no importa lo que él efectivamente haga una vez haya obtenido el poder de ejecutar; sólo importa que ha sido elegido: que ha sido el más amado. El deseo del candidato es, pues, el de ser amado para entrar en la historia y no ser olvidado como nosotros los amantes, sus electores, que aseguramos con nuestro voto su pervivencia. A diferencia de lo que sucede con el príncipe, que ha nacido para ser rey y cuya coronación connota el sometimiento al tiempo pasado y a un principio sobrehumano, la figura del candidato presidencial es la del ansioso. Para despertar el deseo capaz de hacer que el suyo sea satisfecho, el candidato promete; se convierte él mismo en promesa. Es fraudulento, pues obra un engaño que hace pasar por poder real el simple anhelo de poder, y se inviste de un poder inexistente: el de controlar el tiempo futuro. En cuanto pueden hacer que la pretensión del pretendiente se realice, la masa electoral y la opinión pública entablan con él una relación erótica. Despliegan entonces la rutina de la seducción: las pruebas, los cuestionamientos, las reticencias, los mensajes dobles de las encuestas y finalmente el voto, que, por definición, es otra promesa: otra extralimitación. A mí me indispone el ímpetu conquistador de los candidatos; ese deseo afanoso que sienten por usted y por mí. Y me descorazona presentir que el elegido será el que enarbole el deseo más aplastante. Pero puesta a satisfacer con mi promesa a alguno, elegiría al candidato Pardo, seducida por la parquedad —por la pardez— de su ambición. Rechazaría de plano al candidato Santos —de tan casto apellido— quien, confundiendo su deseo con un derecho y pasando por príncipe en una democracia, es tirano aun antes de poder serlo.
Carolina Sanín, 22 Mayo 2010 - 11:59 pm